Barrios seguros, no rojos

La propuesta del gobernador Orrego de crear un barrio rojo en Santiago abre un debate sobre nuestras decisiones respecto a cómo solucionamos nuestros problemas y el tipo de ciudad que queremos construir. A pesar de su carácter innovador, queda la duda de si ésta abordará efectivamente los desafíos actuales de Santiago, especialmente ante la persistente delincuencia y la lenta recuperación de la comuna.
Actualmente, Santiago enfrenta una crisis de inseguridad que se arrastra desde el estallido social. Sin embargo, la problemática no se limita a la prostitución; también abarca actividades ilícitas como la extorsión de personas, la venta de drogas y el cobro de “contribuciones” a quienes desean operar en la zona. Esta situación evidencia una notable falta de control territorial por parte del Estado, que continúa perdiendo terreno frente a estos grupos. Si ya es difícil manejar el comercio ambulante, ¿cómo podríamos esperar controlar algo tan complejo como el comercio sexual?
La propuesta de un distrito rojo en Santiago podría parecer atractiva para manejar las externalidades negativas del comercio sexual, inspirándonos en el ejemplo de Ámsterdam, donde su barrio rojo es parte del patrimonio cultural y atrae a miles de turistas cada año. Sin embargo, debemos preguntarnos si Santiago puede replicar este modelo. La respuesta probablemente es no.
El éxito de Ámsterdam no solo se debe a la formalización del comercio sexual, sino también al control policial especializado que mantiene el orden en las noches. Lo anterior se complementa con otras medidas como la legalización de algunas drogas y una gobernanza especializada, incluyendo la figura de un alcalde nocturno. Estas condiciones son radicalmente distintas de las que enfrentamos en Santiago. ¿Legalizaremos la marihuana y otras drogas? ¿La municipalidad gestionaría el barrio rojo? Ninguna respuesta suena muy atractiva.
Junto a lo anterior, es relevante considerar que Santiago, con su carácter de usos mixtos que incluye zonas residenciales, podría enfrentarse a problemas similares a los observados en ciudades europeas como Utrecht y Copenhague. En ambas, la implementación de distritos rojos tuvo un impacto negativo en la calidad de vida y en los precios de los inmuebles, provocando gentrificación y desplazamiento de familias. Además, parte del cierre en Utrecht también se debe a la identificación de vínculos con actividades de tráfico y extorsión.
Si bien Ámsterdam no sufre de lo último, las quejas de los vecinos han ido mermando el desarrollo de la zona, abriendo debates sobre su posible cierre, su relocalización o la prohibición de tours turísticos. Por lo mismo, implementar una medida de esta magnitud requiere la participación de la ciudadanía local, siendo bastante probable que muchos residentes se opongan a una propuesta impulsada por individuos que no residen en el área afectada.
Estas tensiones son relevantes, pues debemos recordar el esfuerzo considerable de renovación urbana que se invirtió para revitalizar un centro urbano que había sido largamente abandonado hacia finales del siglo pasado. Actualmente, enfrentamos un éxodo de oficinas, comercios y casas matrices de empresas ícono, como Banco Santander. Por lo tanto, perder residentes para promover exclusivamente actividades nocturnas no parece consistente con el hilo conductor que ha guiado a las políticas en el sector.
En síntesis, un barrio rojo no aborda las verdaderas causas del declive urbano de Santiago, centradas en problemas de seguridad e informalidad. La verdadera solución radica en fortalecer la seguridad de nuestros barrios, no en promover espacios de fiesta. Enfocarnos en la raíz de estos problemas es crucial para revitalizar nuestra ciudad de manera sostenible y responsable.
Columna publicada en El Mercurio