¿Hacia el gobierno de los jueces?
Uno de los elementos en que se funda la esperanza para salir de la crisis institucional, económica y social en que estamos es la redacción de una nueva Constitución que nos represente todos, restituya la paz social y nos permita mirar hacia delante y avanzar en la consecución de los anhelos que la ciudadanía ha expresado con especial intensidad: mejores pensiones, salud, educación y un combate decidido a la corrupción y los abusos. ¿Es la Constitución el medio adecuado para conseguir aquello?
La Constitución tiene dos objetos: organizar el poder y proteger nuestros derechos fundamentales, que pueden ser entendidos como aquellos bienes, espacios o esferas que tenemos para poder autónomamente determinar nuestros proyectos de vida. Las democracias modernas los reconocen en sus constituciones y establecen mecanismos que aseguran su cumplimiento.
Entre los derechos fundamentales se distinguen los derechos civiles y políticos (o de primera generación) de los derechos sociales (o de segunda y tercera generación).
Los derechos de primera generación se refieren, fundamentalmente, a nuestras libertades y participación en la vida política y son esenciales al constitucionalismo: libertad de expresión, libertad de conciencia, debido proceso, libertad de circulación, entre otros. Son un límite al poder estatal y, fundamentalmente, significan un deber de omisión del Estado. Su respeto no implica un desembolso económico. Nadie pone en duda que la nueva Constitución debe proteger estos derechos, incluida la propiedad cuya seguridad jurídica es condición para el desarrollo económico, única manera de “agrandar la torta” y satisfacer los anhelos ciudadanos que se vinculan a necesidades materiales. Las constituciones de Chile de 1828 y 1833 se centraban en estos.
Los derechos de segunda o tercera generación se relacionan con nociones de equidad o igualdad, tienen una naturaleza social, económica o cultural y comenzaron a ser reconocidos por los Estados en la primera mitad del siglo XX. Pensemos en los derechos a la salud, educación o la seguridad social, entre otros. Son una exigencia al poder político del Estado y, muchas veces, significan una deber de acción por parte de éste. Su cumplimiento requiere de un desembolso económico y, por lo tanto, se vincula a la capacidad y grado de desarrollo de los países. Tanto las constituciones de 1925 como la de 1980 consagraron este tipo de derechos.
Una de las principales discusiones dice relación con el estatus de los derechos sociales. Más que en lo referido a si son verdaderos derechos fundamentales, en lo que dice relación con su “justiciabilidad” (si se pueden reclamar directamente en tribunales).
Ambos tipos de derecho tienen una diferencia estructural. Mientras los derechos de libertad limitan el poder público y exigen amparo judicial, los derechos o fines sociales nos comprometen con un mínimo de igualdad y se cumplen a través de políticas públicas.
¿Tienes sentido consagrar estos fines sociales como verdaderos derechos en la Constitución y, consecuentemente, permitir su reclamación ante tribunales?
Es negativo constitucionalizar aspectos de la vida económica y social del país propios de la discusión legislativa y de políticas públicas, sustrayéndolos de la deliberación democrática, que se expresa en la disputa entre distintos programas de gobierno, entregando estas decisiones a los jueces, que no tienen ni la legitimidad democrática ni el conocimiento técnico para esto. Tampoco tienen responsabilidad respecto del eventual desequilibrio fiscal que sus decisiones generen. Si la Constitución “se casa” con una visión determinada y expansiva de este tipo de derechos se reduce el ámbito de la política y nuestra capacidad de decidir hacia donde queremos llevar el país en distintas épocas.
Colombia y Brasil han seguido este camino con graves consecuencias fiscales. La Constitución alemana sólo establece que la República Federal es un Estado Social de Derecho; la suiza habla de fines sociales que el Estado debe procurar; y la española mandata la realización de estos derechos al legislador.
La Constitución, junto con asegurar la posibilidad de provisión mixta y que el sector privado colabore con el Estado, debe establecer estos fines sociales como fórmulas orientadoras para que el gobierno y el legislador los desarrollen través de planes y programas contenidos en leyes y decretos, según los énfasis que la ciudanía elija a través de elecciones periódicas. Votamos por Presidente, no por jueces.
Columna publicada en El Mercurio de Valparaíso