Impuestos y políticas públicas
El país vive uno de sus tiempos más complejos. Por un lado, las personas podrán hacer un tercer retiro de sus fondos de AFP para capear la crisis económica que muchos atraviesan; ello, a costa de sus futuras pensiones. Por otro lado, la liviandad con la que los parlamentarios están legislando materias tributarias hace creer que están garantizados los fondos para financiar políticas públicas en el futuro. Sin embargo, pocos discuten que, para poder hacer efectivas las exigencias de la ciudadanía, se debe recaudar el financiamiento suficiente, lo cual implica algo poco popular hoy en día y que no muchos están dispuestos a hacer: pagar impuestos.
Es menester tomar en cuenta que, cuando se implementa una política pública que afecta a las personas, existe una fuerte tentación hacia la voluntad de pensar a nivel individual, viendo cómo ésta afecta personalmente a sus libertades y en desmedro de lo que resulta mejor para la comunidad. Además de ello, cualquier acción que involucre un pago, o percibir menores ingresos, también conlleva a una menor capacidad de consumo en el presente, lo cual excede la percepción de los beneficios a largo plazo que ésta genera. Los impuestos son un excelente ejemplo de ello, ya que los principales argumentos que escuchamos son hacia cómo afectan nuestra capacidad de consumo en vez de cómo ellos pueden ser un canal para tener políticas públicas para una mejor educación, salud e, incluso, pensiones.
En pocas palabras, mirar excesivamente al presente y a la experiencia personal, no nos deja ver con claridad las políticas públicas que pueden beneficiar a la sociedad: los árboles no dejan ver el bosque. Ante este escenario, es pertinente tomar en cuenta que la política juega un factor relevante para poder tomar decisiones correctas. Y, por lo mismo, quienes detentan el poder político tienen tanto la oportunidad de sembrar las confianzas para fomentar políticas públicas exitosas, como también, para que las personas tengan mayor disposición a contribuir a su éxito, pensando no solo en ellos sino en el resto de la sociedad.
Por supuesto, esto en la realidad no es tan fácil de llevar a cabo, pues estamos inmersos en un contexto que se fundamenta en la desconfianza institucional. Visto así, la aversión a pagar algún tipo de impuesto parece no ser solo un problema para las políticas públicas. Diversos estudios sostienen que, ante escenarios de desconfianza y percepción de corrupción ante las instituciones, al gobierno y a la forma en que funciona el Estado, las personas se muestran menos dispuestas a seguir las reglas y pagar impuestos, independientemente de si efectivamente los deban pagar.
Un ejemplo ilustrador de esta tensión la podemos ver en las tarifas por congestión aplicadas en centros urbanos densos. En Nueva York, el debate ha llevado a que un buen porcentaje de la población esté a favor de ello, puesto que desincentivar el uso de vehículos privados conlleva a menor contaminación ambiental y a una mayor demanda por transporte público, que también implica mayores ingresos para la ciudad tanto vía impuestos como por uso de sus servicios. De hecho, este último punto ha sido respaldado por casos como el londinense, donde se han reinvertido cerca de tres mil millones de libras en la remodelación de su sistema de trenes gracias al nuevo impuesto. Por supuesto, existe un grupo asociado a los dueños de automóviles que está en contra de tener que pagar un impuesto extra por transitar en una vía pública; no obstante, incluso parte de este grupo reconoce las mejoras a largo plazo de tener un mejor medio ambiente y un sistema de transporte mejorado.
Dado lo anterior, el problema va más allá de lo evidente y al apoyo a los impuestos per sé, pues la reticencia a estos parece ser un síntoma más de la crisis de legitimidad por la que estamos viviendo; en otras palabras, es una característica más de los problemas de gobernabilidad, pues las personas no solo desconfían de su clase política, sino también de que la prestación de servicios públicos refleje lo que ellos han invertido en el Estado para mejorar la calidad de vida en general. Al final del día, la rendición de cuentas al sistema político no solo se refleja en que un candidato salga o no electo, sino en que las personas vean que su dinero es bien utilizado por el Estado. Para bien o para mal, será responsabilidad de la clase política actuar con la responsabilidad suficiente para evitar profundizar la crisis de gobernabilidad. A fin de cuentas, es más fácil destruir las confianzas que construirlas.
Columna publicada en La Tercera