La victoria de las formas
¿Qué puede ocurrir en un país polarizado, en la era de las redes sociales y los sesgos de confirmación, cuando un grupo de fanáticos es incitado (por políticos irresponsables) a emplear la violencia como método de acción política, bajo pretexto de estar satisfaciendo un particular estándar de justicia?
Los recientes disturbios que han tenido lugar en Estados Unidos son una categórica muestra de la fragilidad institucional de la cual pende nuestra convivencia pacífica. Y es que quizás el mayor desafío que tienen por delante las democracias liberales dice relación con la retórica empleada por sus líderes y la aparente bondad con la que disfrazan discursos radicales que atentan contra el propio sistema democrático.
Verdad y Justicia son conceptos recurrentemente empleados por Trump en los discursos en los que alienta a sus seguidores a tomar acción para corregir un inexistente fraude electoral. Quienes acudieron a la invasión del Capitolio difícilmente estén arrepentidos, pues parecen creer que forman parte de una especie de resistencia que vela por el respeto irrestricto de ciertos valores trascendentales.
Pero, si la justicia de ellos es la injusticia de otros, del mismo modo que la verdad deja de ser tal y es relativizada dependiendo del bando que la convoca, ¿Qué es lo que evita que la relación de los individuos no esté determinada por la mayor fuerza de uno de los grupos que se atribuye la interpretación auténtica de la virtud? La respuesta es tan simple como compleja: depende de la existencia de un número consistente de ciudadanos que, con igual celo, muestren un apego incondicional a las reglas más básicas.
En el lenguaje cotidiano, forma y fondo suelen ser considerados como contradictorios. Pero lo cierto es que en clave democrática ese dilema es más bien aparente. El fin no puede justificar el desconocimiento de los medios, pues la democracia es medio y fin a la vez. Así, en las normas subyacen valores que la sociedad ha positivizado para resguardarnos, precisamente, del peligro que encarnan los líderes carismáticos que pretenden imponer por la fuerza su modelo de sociedad, el cual sería resultado de la decodificación de la “verdadera” voluntad del pueblo.
Lamentablemente, nuestro país no está a salvo de los peligros que hoy tensionan a la democracia estadounidense. De un tiempo hasta ahora, algunos líderes no solo han desconocido la importancia del respeto a la institucionalidad, sino que la han deteriorado a través de la justificación de la fuerza como condición de reforma de un modelo supuestamente ilegítimo, so pretexto de estar luchando por alcanzar un nuevo estadio de justicia social, atribuyéndoles falta de empatía a quienes denuncian la importancia de respetar el cauce institucional.
En este contexto, el proceso constituyente en curso está llamado a jugar un papel decisivo. Idealmente, la inmensa mayoría de los chilenos prestará -en un plebiscito de salida- su asentimiento a un nuevo orden institucional y jurídico indudablemente legítimo, dando inicio a un período republicano donde impere el respeto a las formas democráticas, y en que el resquicio, la letra chica, y el afán de saltarse las reglas disfrazando el vicio de virtud, pasen a ser conductas transversalmente repudiadas.
Columna publicada en El Líbero