Nueva Constitución y el sentido de la participación

Nueva Constitución y el sentido de la participación

No es tan sencillo reflexionar sobre el verdadero sentido de la participación ciudadana en el proceso constituyente. De momento, parece reinar una visión más bien reducida del fenómeno, que suele agotarlo en una interacción unidireccional y que se encuentra, todavía, fuertemente influenciada por las acciones de la convención fallida. Algo así como “la participación importa porque las ideas de nuestro pueblo merecen y deben estar consagradas en el nuevo texto”.

Esta idea, por cierto, es esencial en un proceso como el que vivimos, pero está -a mi juicio- muy lejos de interpretar los más amplios sentidos del involucramiento, que también se extienden a aspectos actitudinales esenciales para fortalecer el civismo y la democracia. Comprender esto último es relevante, pues una visión restringida se traduce, a lo más, en acciones de “escucha” y en un desfile de (algunas) organizaciones y (algunos) actores que suelen ser bendecidos con no más de 10 minutos para deslumbrar a su audiencia. Difícil que eso trascienda a la frustración y desesperanza (salvo para los amigos de esa audiencia, obviamente).

Entonces, ¿cuál puede ser el sentido de la participación ciudadana en el proceso constituyente en curso? Desde luego que, en primera instancia, resulta esencial llevar las buenas ideas y los verdaderos sentires a la deliberación. Tal como decía la presidenta de la comisión en su discurso inaugural, los ciudadanos son expertos en muy diversos sentidos y sus intereses son los que deben estar materializados en cualquier nuevo texto. Algo similar entendieron los rectores de las dos universidades encargadas del proceso de involucramiento, quienes explícitamente señalaron que pretendían “facilitar la expresión de las distintas voces, para contribuir a la redacción de un texto representativo de nuestra sociedad”. Lo anterior, sin embargo, debe seguir un sinnúmero de principios rectores que ya han sido descritos por algunos expertos, destacando la verdadera inclusión -no solo ideológica, sino que también territorial, sociodemográfica, entre otras- y la transversalidad del proceso.

Pero, como se ha sugerido al inicio de este texto, el proceso de participación no solo debe estar reducido a eso, sino que también a alcanzar una legitimidad que se ve distante. Y acá no hablamos de una legitimidad en sentido jurídico, sino que en su sentido más bien político. El proceso que vivimos debe ser acompañado, comprendido y validado por la sociedad en su conjunto. Eso, lamentablemente, no se logra trabajando en aspectos cosméticos que puedan quedar relegados a tal o cual estrategia de comunicación, sino que a través de acciones sustantivas destinadas a generar una sensación real de que el proceso importa y vale la pena. Directrices marcadas por la bidireccionalidad, genuinidad y cercanía –descentralización- que permitan profundizar la sensación de permeabilidad del sistema.

Se trata de una muy difícil misión, sobre todo pensando en los resabios y dolores que dejó la primera convención. Debido al desperdicio histórico de sus antecesores, los nuevos actores encargados del proceso deben asumir que hoy cuentan con ciudadanos que no solo están decepcionados, sino que también desinteresados, apáticos y distantes. Nada de eso es positivo para el ambiente que se requiere a la hora de escribir el texto base en que se fundan nuestras relaciones sociales.

En resumen, al asumir la doble dimensionalidad de la participación -algo así como “escuchar” y “encantar”- podremos ir definiendo ciertos mecanismos que logren generar una ciudadanía verdaderamente afecta con el proceso, basado en relaciones multidireccionales, genuinas y verdaderamente productivas.

Columna publicada en Cooperativa