Planificar en armonía con el riesgo y el medio ambiente
Las dunas de Reñaca y Concón volvieron a colocar en la agenda el rol de los instrumentos de planificación territorial (IPT) y sus efectos en el medio ambiente construido. Pero, a diferencia de ocasiones anteriores, la imagen de un socavón adyacente a un edificio residencial –y sus posteriores desprendimientos de laderas– abrió la discusión sobre cómo nuestra regulación también puede asociar riesgos para la vida humana. La experiencia nos apunta a la necesidad de un proceso integral que no solo organice usos de suelo, sino también planifique otras dimensiones, siendo la gestión del riesgo una de ellas.
Como he señalado en columnas anteriores, aunque sea tentador culpar a las inmobiliarias por construir en lugares que parezcan inapropiados, el problema tiene una dimensión más amplia, pues éste tiene su génesis en lo que permitimos a través de la regulación. Para ilustrar, como destacaron algunos ingenieros en diversos medios, la construcción en el sector de las dunas es técnicamente factible, siendo el terremoto de 2010 la mejor prueba de ello. Sin embargo, el diseño estructural difícilmente prevería que un colector de aguas colapse y genere no sólo el deslizamiento de laderas inicial, sino también una reacción en cadena que puso en riesgo otros inmuebles aledaños. Por supuesto, esto nos invita a pensar si estamos mirando el escenario completo cuando permitimos construir en estas zonas, incluso si la ingeniería de proyectos lo declara factible.
A pesar de que una gran proporción de las comunas cumple con tener un IPT, sólo una pequeña fracción cuenta con planes cuya vigencia es menor a diez años, o bien, con estudios de riesgos actualizados. Lo anterior cobra especial relevancia si consideramos que las comunas con más habitantes fueron reguladas hace cerca de dos décadas, época en la que no teníamos la misma percepción sobre los riesgos naturales.
Por un lado, si bien el problema de ahora fue el deslizamiento de laderas en las dunas de Reñaca, también es probable que aparezcan otros casos, como el consumo de áreas verdes en Concón y Viña del Mar y cuya zonificación permite el uso residencial. En este caso, simplemente la demanda no ha llegado a estos sectores y, por ende, todavía no se construye; sin embargo, ante un eventual crecimiento poblacional, no hay regulación que las proteja.
Por otro lado, la mera definición de usos no comprende la solución por sí sola, pues su cumplimiento pasa por un debido seguimiento y control. Para ilustrar, los incendios en campamentos de Viña del Mar y Valparaíso no se encontraban en zonas reguladas. A pesar de ello, la proliferación de campamentos en zonas de riesgo es un desafío al que tampoco hemos podido dar solución, tema que cobra especial relevancia con la discusión en el congreso sobre usurpaciones, pues este problema no solo ataca a la propiedad privada. Similarmente, a pesar de la protección de algunas áreas, proyectos como Mirador Punta sumó denuncias por la intervención de zonas protegidas y la tala no autorizada de especies locales.
Entonces, tenemos un debate pendiente sobre cómo convivir en armonía con el medio ambiente natural, sus riesgos y las externalidades generadas por su intervención o la falta de cumplimiento normativo. Esto es esencial dada la realidad del cambio climático y sus diversas manifestaciones como, por ejemplo, las oleadas y la inundación de algunas ciudades durante el último ciclo de lluvias.
La planificación necesita jugar un rol más protagónico en estos desafíos, pues es necesario equilibrar el desarrollo de nuestras ciudades con las necesidades de vivienda, el crecimiento económico y una convivencia armónica con el entorno. ¿Debemos esperar nuevos desastres naturales para enfrentar estos problemas? Espero que no, pues ya sabemos de la experiencia en Ventanas que las malas decisiones y el daño al patrimonio ambiental imponen un alto costo para la sociedad, especialmente para quienes están directamente expuestos a sus consecuencias.
Columna publicada en La Tercera