Thinks Tanks, investigación y lobby

Thinks Tanks, investigación y lobby

Durante ya varios años han existido muchos comentarios sobre la labor de los centros de estudios (o think tanks), los cuales han sido puestos sobre la mesa durante esta última semana a propósito de posibles reformas a la regulación del lobby. Lo primero es reconocer la necesidad de estas conversaciones que, cuando son bien intencionadas, solo pueden traer consecuencias positivas y mayor progreso.

Son muchos los comentarios que se han realizado sobre el rol de los think tanks, alguno de los cuales parecen centrado en la evidencia. Por ejemplo, el investigador de la Universidad Diego Portales, Marcos González, destaca que en Chile existiría una propensión a centrarse en temas del corto plazo (o a tener “réditos” más bien inmediatos), sobre todo debido al tipo de financiamiento que reciben las instituciones y a las características de la cultura filantrópica de nuestro país. A juicio del académico, son pocos quienes pueden darse el gusto de financiar la sola “reflexión”, por lo que es comprensible que existan constantemente presiones por buscar resultados concretos, que muchas veces no se condicen con la actividad propia de la investigación.

Pero, además de eso, existiría también un problema de indiferenciación. El mismo González—quien también es investigador adjunto del COES—, aclara que hoy se agrupa una gran cantidad de instituciones diversas bajo el mismo paragua de “think tank”. En ese variado grupo de organizaciones encontramos centros de advocacy, instituciones ligadas a la formación, organismos asociados a partidos políticos, grupos de asesores de parlamentarios, entre otros. Todos ellos, por cierto, cumplen muy distintos propósitos, tienen muy diversos objetivos y, por lo mismo, enfrentan problemas más bien desiguales.

Sin embargo, la crítica más común que reciben los think tanks es la centrada en el financiamiento. Desde hace ya algunos años, diversos actores han denunciado el eventual oscurantismo y falta de transparencia que existe en algunas organizaciones que se dedican a influir en políticas públicas, arguyendo que se trata más bien de centros de lobistas que solo buscan intervenir en tal o cual medida debido a los intereses personales de sus financistas. Algunos, incluso, van más allá, argumentando derechamente que no es posible mirar con buenos ojos ningún producto de investigación—llámese un estudio o una encuesta, por ejemplo—cuando se sabe o se sospecha que hubo financistas privados que, por esencia, tendrían móviles determinados.

Estos argumentos, por cierto, tiene bastantes aristas. Por un lado, uno podría reconocer que resulta plausible pensar que muchos centros de estudios corren el riesgo de caer en una especie de “financiamiento indirecto de la política”. En concreto, existen donantes que—conocidos o no por los investigadores—estarían interesados en promover ciertas ideas y no otras. Para algunos, esto representaría un problema, en cuanto asocia las ideas al dinero, logrando una mayor presencia, difusión y sofisticación en ciertas propuestas que terminan “corriendo con ventaja”.

Sin embargo, esta crítica se vuelve bastante más difusa cuando pensamos en la forma en que funciona el conocimiento científico. En conversaciones informales con profesores de prestigiosas universidades líderes en el mundo, es usual escuchar que una de las críticas al sistema chileno (y latinoamericano) se basa precisamente en la precariedad de las relaciones entre la academia y los privados. En otras latitudes, grandes proyectos y avances se sustentan, de hecho, en ideas concretas que buscan ser impulsadas por empresas. Incluso en las ciencias sociales, muchos programas de PhDs y centros de investigación académica se financian con dinero destinado a encontrar una solución específica o a entender un problema determinado (que por cierto se alinea con el propósito y los intereses de los financistas). Pensemos, por ejemplo, en el “Opportunity Insight Project”, instancia que busca medir el capital social en Estados Unidos y que solo fue posible gracias a un acuerdo de colaboración entre META y el equipo liderado por el reconocido economista Raj Chetty. La cantidad de contribuciones científicas que se han realizado en los últimos años sobre el tema es gigantesca, habiendo reconfigurado la forma en que se entiende ese fenómeno a nivel global.

El tema acá, entonces, no es de donde venga el dinero, ni de si existen determinados intereses privados, sino más bien qué es lo que prima y cuáles son los productos que se promueven. La investigación puede ser incluso aplicada, centrada en el corto plazo y devenir en ganancias millonarias para la empresa que la financia. Pero todo eso se vuelve irrelevante si lo que prima es el interés científico y el seguimiento de las normas adecuadas para desarrollar un proyecto de esas características.

Y acá, a mi juicio, volvemos al centro del asunto. Es cierto que, por las características de algunos centros—sobre todo aquellos que reciben financiamiento público, aquellos que hacen trabajo legislativo u otros que apuestan por un trabajo de incidencia más bien directo—se vuelve imperioso mayor transparencia. Así, por ejemplo, lo entienden quienes en las últimas semanas han abogado para que los think tanks (y otras organizaciones de la sociedad civil que hagan lobby) sean exigidos de divulgar sus fuentes de financiamiento, tal como lo ha recomendado la OCDE. En mi opinión, sería bastante deseable que todos, por el bien del gremio, fueran capaces de transparentar sus recursos de modo de que sea la misma ciudadanía la que evalúe la calidad de sus productos e intervenciones “a sabiendas” del proceso en que se gestaron. Pero, incluso reconociendo ese punto, también considero que aquel no es el problema más profundo al que se enfrentan los think tanks.

La experiencia de muchas universidades y centros de investigación científica nos muestra que la relación privados-investigación (incluso en ciencias sociales o humanidades) es tremendamente deseable cuando se pone al centro la rigurosidad propia de la actividad investigativa. Esto implica, por cierto, apegarse a las reglas y a las normas éticas propias de cualquier proyecto, creando mecanismos y protocolos que así lo aseguren. También significa, por cierto, someter el trabajo a la revisión de pares, ya sea por publicar en los circuitos tradicionales de revistas indexadas o por la organización de workshops, talleres y seminarios que busquen genuinamente la crítica y la reflexión.

En definitiva, los privados tienen la posibilidad de ser protagonistas en la discusión y promoción de buenas políticas públicas y en el desarrollo de investigación de calidad. Eso exige transparencia, pero sobre todo someterse a las reglas adecuadas que garanticen un proceso ético y de alta rigurosidad. Y quizás esto último es lo más relevante.

 


Columna publicada en Cooperativa