La neutralidad y los procedimientos democráticos

La neutralidad y los procedimientos democráticos
Se ha generado en este medio un debate relevante, que nos ha acompañado también en otras instancias, sobre la relación entre neutralidad y religión. Por un lado, un sector esgrime que la neutralidad presentada por el liberalismo secular no es más que una quimera en la que se presenta a la razón y a cierta postura sobre lo bueno como hechos.
Bajo esa lógica no existe principio que realmente sea neutral, dado que siempre detrás se esconde una idea de la vida buena condicionada a un contexto histórico que define lo “razonable” y lo “racional”. Por otro lado, los defensores de la neutralidad plantean que la única forma de dialogar en un mundo plural requiere traducir y dejar ciertas posiciones de lado, es decir, traducir la posición propia a otra en la que ciudadanos que no comparten la creencia puedan comprenderse mutuamente.
Detrás de ambas posiciones hay cierta verdad. Es cierto que la neutralidad liberal entendida de esta forma plantea que ciertas cuestiones, como la fe y los dogmas, tienen que ser dejados de lado para entrar en la esfera pública. Por otra parte, también es cierto que es necesario construir instituciones capaces de incorporar las distintas voces de una sociedad plural.
Sin embargo, el problema detrás de ambas posturas es que asumen que el principio de neutralidad tiene que aplicarse antes de la deliberación pública —como un filtro a los argumentos que pueden o no esgrimirse— y no lo ven como un principio que rige durante el procedimiento democrático. Esta distinción es clave, dado que la base de la democracia requiere llegar a acuerdos, cuestión esencial omitida por ambas posturas.
Partiendo desde esta base, la neutralidad no exige que las personas no usen la fe, creencias o experiencias personales para la discusión pública. Si lo hiciera, existe el peligro de que ciertas preguntas relevantes para la comunidad política sean excluidas del debate y se den como hechos. Lo que la neutralidad demanda es que, mientras existan desacuerdos sobre la “vida buena”, el Estado no fundamente sus decisiones en ninguna doctrina comprensiva particular, sea esta religiosa o secular.
El segundo requerimiento va de fondo al procedimiento deliberativo como tal. Cuando dos o más posiciones se encuentren en un desacuerdo ético fundamental, hay dos caminos: detener la conversación o buscar cómo continuarla.
Justamente, el punto de que la discusión es racional —que lo es en tanto ambos sectores buscan encontrar un acuerdo en la comunidad política— plantea que los hablantes buscarán una forma de seguir la conversación; ello los obliga a buscar puntos de abstracción que vayan a un nivel superior. En otras palabras, conceptos que incluso si los hablantes entienden de forma distinta, el uso que le dan es similar.
Bajo esta lógica, es posible llegar a acuerdos o al menos aclarar los conflictos que hay en la sociedad sin necesidad de negar el uso de la religión o los dogmas como base de la discusión. El límite no está en el contenido de las creencias, sino en los procedimientos que garantizan una deliberación justa y en la protección de los individuos.
En última instancia, la democracia no se construye silenciando posturas, sino sobre la capacidad de discutirlas sin excluirse mutuamente.

Columna publicada en La Segunda