Dos fracasos, una gran desilusión
Desde 2015, la mayoría de los chilenos apoyaba la necesidad de una nueva Constitución, con un respaldo que alcanzó el 78% en 2016. Sin embargo, después de dos intentos fallidos por redactar un nuevo texto, esa tendencia ha cambiado drásticamente. La última encuesta Cadem revela que el 49% de los chilenos está en desacuerdo con la idea de una nueva Constitución, mientras que solo el 46% sigue apoyándola.
Este cambio de tendencia pone de relieve algo mayor: una oportunidad histórica perdida. Las protestas -aquellas que fueron pacíficas- de octubre de 2019 dejaron claras las demandas ciudadanas: mejores pensiones, mayores sanciones a la corrupción, salud pública de calidad y reformas en la educación. Además de estas exigencias, Chile dejó pasar la posibilidad de abordar cambios estructurales clave, como la reforma al sistema judicial, una descentralización efectiva y una reforma del sistema político.
Quienes se opusieron al cambio constitucional señalaron que gran parte del proceso se gestó en medio de la violencia que marcó las manifestaciones y que culminó con el “Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución” del 15 de noviembre de 2019. Para ellos, nada bueno podía salir de un proceso iniciado bajo esa presión. El expresidente Sebastián Piñera incluso calificó lo ocurrido como un “golpe de Estado no tradicional”. Quizás tenían razón. Sin embargo, la posibilidad de un nuevo consenso estaba sobre la mesa y fue desaprovechada.
Chile no fracasó una sola vez, sino dos. En 2022, el primer intento de una nueva Constitución fue rechazado, y en 2023, volvió a fallar. Este doble fracaso no solo afectó a quienes depositaron sus esperanzas en un cambio constitucional, sino que también señaló el fracaso de quienes participaron en ambos procesos, perdiendo la oportunidad de dejar un legado histórico para el país. Ser parte de la redacción de una nueva Constitución habría sido un hito importante para los involucrados, pero en lugar de estar a la altura del momento, los intereses personales y las luchas ideológicas predominaron, frustrando lo que podría haber sido un cambio de rumbo para Chile.
Hoy, la desconexión entre la clase política y las necesidades reales de la gente es más evidente que nunca. Mientras la política se enredaba en luchas internas y desacuerdos, los problemas cotidianos de los chilenos -como la inseguridad, el acceso insuficiente a la salud y las pensiones deterioradas- seguían agravándose. Lo que alguna vez se consideró la solución a los males del país, ahora se percibe como un proceso fallido que solo ha generado más desilusión.
No podemos decir que nuestra democracia se ha fortalecido, más bien, ha sido puesta a prueba y, por el momento, ha resistido. Las instituciones han logrado mantenerse, pero el desgaste es evidente. Un estudio de la Universidad Diego Portales y Feedback Research muestra que, frente a la crisis de seguridad, un preocupante 52,8% de los chilenos cree que un gobierno autoritario sería más eficaz que uno democrático para combatir la delincuencia. Esto refleja un profundo escepticismo hacia la capacidad del sistema actual para resolver los problemas del país.
Es difícil encontrar el lado positivo tras dos fracasos constitucionales. Las oportunidades para corregir el rumbo no son infinitas y la desconexión entre la clase política y la ciudadanía ha generado una desilusión profunda. Sin embargo, Chile necesita un liderazgo comprometido con los problemas urgentes de la gente. Si no somos capaces de aprender de estos errores, el verdadero fracaso será no haber sacado ninguna lección.
Columna publicada en El Dínamo