El costo de no reformar

Hace algunos días, investigadores del centro de estudios Horizontal criticaron la irracionalidad de algunas exigencias ambientales en la evaluación del nuevo Hospital del Instituto Nacional del Cáncer, como la obligación de incorporar áreas verdes y refugios para insectos y arácnidos, requerimientos difíciles de justificar cuando el objetivo del proyecto es combatir una de las principales causas de muerte. La Seremi de Medio Ambiente defendió estas observaciones, señalando su impacto en la biodiversidad y en el bienestar físico y mental de las personas.
Este debate ilustra las frecuentes tensiones que surgen durante la evaluación de proyectos de inversión, incluso en casos tan sensibles como un hospital oncológico. Se trata de conflictos complejos que no pueden ser resueltos por un órgano técnico, por más que algunos fantaseen con ello. Sin embargo, en casos como este, resulta evidente que el abuso de herramientas administrativas dificultan más de lo que resguardan el interés público. En ese sentido, la denuncia expone un problema real.
El caso chileno no es una excepción. En diversos países, la llamada “permisología” se ha convertido en un asunto prioritario, marcando el debate en las últimas campañas electorales, con propuestas que van desde ajustes administrativos hasta reformas drásticas.
En Estados Unidos, Donald Trump anunció la aprobación acelerada de permisos para proyectos con una inversión superior a los mil millones de dólares. En Nueva Zelanda, el gobierno aprobó recientemente una ley que exime a 149 proyectos del sistema ordinario de evaluación ambiental, delegando su aprobación a una comisión encargada de resolver como única instancia y de manera expedita. Ambas medidas han optado por un enfoque drástico que ha sido cuestionado no solo por la reducción de controles ambientales, sino también por el riesgo de generar conflictos de interés y abrir espacio para prácticas de corrupción, como tráfico de influencias o sobornos.
Reino Unido, en cambio, ha optado por una vía reformista para agilizar los permisos sin desmantelar por completo las regulaciones. Esta semana, el gobierno británico anunció un ambicioso plan de simplificación con el objetivo de impulsar el crecimiento y la inversión. Además de reducir significativamente los plazos, la reforma busca reducir en un 25% los costos administrativos para los inversionistas al término del período de gobierno. Curiosamente, uno de los principales obstáculos que busca destrabar es la estricta protección de los murciélagos, cuyo estatuto especial ha dificultado la construcción de túneles, viviendas y otras infraestructuras, al requerir medidas de mitigación como la creación de hábitats alternativos y restricciones horarias en la construcción para evitar perturbaciones durante la temporada de reproducción.
Edmund Burke advirtió que “un Estado sin los medios para algún cambio es un Estado sin los medios para su conservación”. Su advertencia es particularmente relevante hoy, cuando la tendencia internacional muestra que los sistemas regulatorios que no se reforman terminan enfrentando un creciente rechazo. Seguir la vía reformista permitiría equilibrar la protección ambiental con la inversión y la certeza jurídica. De lo contrario, el hartazgo frente a la irracionalidad regulatoria podría llevar a una solución drástica y terminar socavando el mismo interés que se supone buscan resguardar.
Columna publicada en El Mercurio