Palma chilena: cohabitando con nuestro patrimonio natural
Transitar en estos días por la Vía Las Palmas, zona devastada por el megaincendio de febrero de este año, nos sorprende con algunos brillos de esperanza. En medio de un paisaje devastado y teñido de negro, encontramos las siluetas de las palmas que despuntan en el camino con su emergente follaje verde como símbolo de su resiliencia. Después de años de sequía y del infierno de las llamas, la palma representa la fortaleza después del desastre. Su naturaleza generosa se ha manifestado a través de los siglos, pese a la falta de consideración de la que ha sido víctima por parte de la ciudadanía, que ha diezmado sus poblaciones a niveles críticos.
Con todo, la valoración de la palma chilena como patrimonio natural endémico de la zona central de Chile ha sido promovida por naturalistas y por viajeros extranjeros desde hace más de dos siglos. En el diario que Maria Graham escribió sobre su residencia en Chile en 1822-1823, esta ilustre escritora, dibujante, botánica e incluso comentadora política y social, prestó especial atención las especies nativas de los alrededores de Valparaíso. La palma chilena captó su atención en sus excursiones, tras subir por el sector de “la Zorra o Sierra que está de espaldas al pueblo” hacia el “Cajón de las Palmas”, en lo que hoy probablemente es la subida Santos Ossa. Allí alaba la belleza de la hierba y los arbustos cuya fragancia “evoca las moradas del paraíso de Milton”, junto a un arroyo que formaba pequeñas cascadas. Graham describe varios aspectos de nuestra palma: sus coquitos como “una nuez con la forma de la avellana, pero mucho más grande, cuyo centro es como el de la nuez del cacao y, como ésta, cuando verde contiene leche”; sus resistentes hojas utilizadas para techar las casas (de ahí el apelativo de “palma techera”); su particular corteza “compuesta de anillos circulares, nudosos y marrones” en ejemplares siempre erguidos “excediendo en circunferencia a todas las palmas que conozco”; los usos prácticos de la envoltura de su flor que posee “la misma forma de las canoas de la costa”; y, por supuesto, su miel, que hoy conocemos envasada y a la venta en el comercio antes que por los antiguos usos y modos extractivos que ella detalla.
Cuando Charles Darwin recorrió nuestra región, en la década siguiente a que lo hiciera Maria Graham, encontró abundantes palmas chilenas en la zona del cerro La Campana y de Petorca. Como a Graham, le llamó la atención la forma de su tronco, “más grueso en el centro que en la base y vértice”, al tiempo que se refirió a la tala masiva para extraer su apreciada melaza. Más tarde, Marianne North, en su visita a Chile en 1884, habiendo leído y conocido personalmente a Darwin, pintó algunos ejemplares de palma chilena, pero en Viña del Mar, que ya era atravesada por el ferrocarril. En su diario de viaje comenta en camino a Quillota que de los suburbios de Valparaíso, “el más atractivo es El Salto, donde había un valle poblado de palmas nativas (Jubaea spectabilis) que solían cubrir el territorio hace cuarenta años. Ahora escasamente queda un centenar”. Gracias a su visión ecologista, a su intrepidez viajera con atril y pinceles al hombro, y a su capacidad artística para capturar la belleza de especies nativas en distintos ecosistemas del planeta que, ella intuía, iba a ir desapareciendo frente a las mezquindades humanas, las palmas chilenas de El Salto quedaron plasmadas para la posteridad, con sus formas y colores, en la Galería de Marianne North. Desde el presente, su proyecto constituye una verdadera cápsula del tiempo, dentro del jardín botánico de Kew, en Reino Unido.
Hoy evidenciamos múltiples amenazas a las añosas palmas chilenas que sobreviven: junto a los incendios, la desregulada extracción de sus hojas y de sus semillas especialmente en determinados momentos del año, así como la expansión del radio urbano que impacta su hábitat natural, como se observa fácilmente desde la misma Vía Las Palmas. Antes de que sea demasiado tarde, ¿no es acaso tiempo de que las políticas territoriales consideren urgentemente la relevancia de la educación ambiental, y la oportunidad de cohabitar armoniosamente con el magnífico patrimonio natural que constituyen nuestras especies endémicas in situ? ¿No tenemos en Viña del Mar la oportunidad de hacernos cargo de un sector de la ciudad que actualmente “está de espaldas al pueblo” – tal como Graham describió el palmar que exploró en la periferia de Valparaíso? ¿No es el momento de establecer formalmente en él senderos seguros, para protegerlo, recorrerlo y valorarlo, aprovechando las ventajas de la vida al aire libre que todos valoramos? La declaración de este intrincado conjunto de quebradas como área natural protegida y una infraestructura mínima de personal y medios propios de un parque, ya serían un primer cortafuegos sostenible ante las diversas amenazas que se ciernen sobre este patrimonio natural endémico.
Columna publicada en El Mercurio de Valparaíso