Seguridad y realidad social

Seguridad y realidad social

A estas alturas parece evidente que se nos avecina una discusión constitucional especialmente compleja. Pese a que los ciudadanos parecen no esperar mucho del proceso que iniciaremos—la reciente encuesta CEP nos habla de un 93% de chilenos que creen que el país está estancado o en retroceso—, lo cierto es que el debate electoral ha estado colmado de promesas y de un maximalismo que será difícil de procesar. Por lo mismo, se ha insinuado en reiteradas ocasiones que uno de los conceptos más relevantes del proceso debiese ser el de “realismo”, especialmente cuando se habla sobre derechos sociales.

Resulta algo insólito que debamos seguir insistiendo en el realismo a estas alturas. Los mismos tratados internacionales firmados por Chile—esos que nos comprometimos a respetar y resguardar en el futuro debate constitucional—entienden que la promoción de algunas garantías debe quedar supeditada a las condiciones particulares de los territorios. Sin ir más lejos, el Pacto de San José de Costa Rica realiza una explícita diferenciación entre el resguardo de los derechos clásicos—o de primera generación— y la promoción de derechos económicos, sociales y culturales—o de segunda generación—. En sencillo, se nos plantea que, a diferencia de lo que sucede con el derecho a la vida o con el derecho a sufragio, la postura que se le puede exigir al Estado en el resguardo de, por ejemplo, el derecho a pensiones dignas, responde a otro tipo de parámetros. En su artículo 26, el Pacto habla del “desarrollo progresivo” que deben promover los Estados partes a la hora de resguardar los derechos sociales. De esta forma, no compromete a las naciones en términos absolutos, sino más bien las insta a “adoptar las providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos (…)”.

La razón de esto parece evidente. Los Estados pueden y deben asegurar el respeto a la libertad de expresión, pero resguardar el derecho a una educación de calidad supone previamente ciertas condiciones materiales que no todos los firmantes gozan. En otras palabras, el Pacto de San José de Costa Rica comprende que los diversos problemas de política pública que aquejan a los países miembros no serán solucionados por el simple hecho de que se reconozcan en un papel.
Si bien esta idea de “desarrollo progresivo” se aplica para todos los derechos sociales—educación, trabajo, entre otros—, se ha vuelto en estas semanas especialmente palpable en lo que concierne a seguridad social, especialmente cuando se habla de pensiones.

Intentando dilucidar la multidimensionalidad de los eventos ocurridos el 18 de octubre del 2019, una de las pocas aristas compartidas por todo el espectro político se relacionaba con la necesidad urgente de mejorar el nivel de pensiones de los ciudadanos. Por lo mismo, para muchos ha resultado grotesco ver cómo en las últimas semanas hemos terminado por empeorar aún más los míseros recursos con que viven gran parte de chilenos. Con un nivel de liviandad sorprendente, se ha sugerido incluso que tenemos por delante un “esperanzador” camino—la convención constitucional (¿?)—que nos invitará a dialogar y acordar mejores pensiones para todos. Así de simple, prescindiendo de cualquier sentido de realidad posible (ese que los mismos pactos internacionales comprenden) y actuando como si los recursos nacieran desde los árboles. Movidos por el ingenuo anhelo de que “el libro mágico de la constitución” responderá a un problema de política pública que no hemos sido capaces de solucionar en los últimos 20 años.

La seguridad social debe ser una prioridad en la discusión constitucional. Nuestra futura carta magna deberá apuntar a la consecución de pensiones dignas que nos permitan a todos una realización personal. Sin embargo, debemos ser lo suficientemente claros en advertir que nuestro tremendo problema no se solucionará por un mandato constitucional. La realidad es que ayer teníamos míseras pensiones y que hoy, por el camino que hemos tomado, son incluso peor.

Columna publicada en El Mercurio de Valparaíso